Científicos sin tierra: el Síndrome de Ulises en la investigación
![]() |
En ese contexto, el Síndrome de Ulises deja de ser una metáfora y se
convierte en un síntoma estructural. No es fragilidad emocional, es
consecuencia. No es una excepción, es parte del trayecto. La ciencia pide
movilidad, adaptación y entrega, pero ofrece pocas garantías a cambio. Y aunque
hoy se trabaje en red y los avances sean colectivos, hay una soledad que
permanece: la de quien se esfuerza por pertenecer sin perderse, por seguir
adelante sin romperse del todo. Esta es una tentativa de nombrar esa soledad
que no aparece en los currículums, pero atraviesa cada línea de la trayectoria
investigadora.
Exilio sin épica
No todos los exilios llevan maletas rotas ni visados sellados a toda prisa.
Algunas migraciones llevan un contrato de postdoctorado como pasaporte. Se
marchan investigadores a Berlín, Boston o Londres, celebrados con orgullo desde
su universidad de origen. Pero ese viaje, aunque aparenta ser una elección, se
convierte muy pronto en un exilio emocional. Se marchan “por exigencia”,
no por vocación. No están en peligro vital, pero sí en un territorio sin
pertenencia. Van donde hay financiación, no donde hay hogar. Se adaptan a
nuevas lenguas, costumbres, sistemas burocráticos y culturas laborales,
mientras intentan sostener una carrera que avanza sin red. Y lo que parecía un
trampolín puede convertirse en una soledad permanente, en un lugar donde nunca
se termina de llegar: el hogar queda atrás, pero el destino no se siente
propio. Cuando esta movilidad laboral se cristaliza en un estrés intenso y
prolongado, aparece lo que el psiquiatra Joseba Achotegui denominó
en 2002 el Síndrome de Ulises, o “síndrome del inmigrante con estrés
crónico y múltiple”. No es un trastorno mental, sino un cuadro de duelo
migratorio extremo debido a condiciones adversas (soledad, indefensión,
miedo). Esta respuesta adaptativa al estrés límite de la
migración extrema no es un trastorno clínico, sino una carga emocional
reactiva que adquiere intensidad cuando la migración se convierte en un
camino impuesto por la necesidad. No incluye ideas suicidas ni psicosis, pero
puede manifestarse con sintomatología depresiva, ansiedad crónica,
somatizaciones y bloqueos mentales. En el contexto académico, se convierte
en una forma muy particular de sufrimiento silencioso. Son distensiones
emocionales que hablan de aislamiento, presión permanente y carga cognitiva.
La migración académica: ¿privilegio o rendición?
La movilidad internacional es hoy la regla en la ciencia: un postdoc sin
experiencia en el extranjero es casi invisible. Pero no todos los
desplazamientos son deseados. Muchos jóvenes no quieren irse, pero deben
hacerlo para “sumar puntos” al currículum. Pese a contar con contrato, visado y
laboratorios, se enfrentan a condiciones y presiones similares a migrantes en
situación precaria. El duelo no es solo por la distancia geográfica,
sino por dejar atrás redes de apoyo, proyectos personales, estatus y sentido de
pertenencia. Esta migración profesional forzada es la antesala de un
estado emocional que encaja perfectamente con el síndrome descrito por
Achotegui.
Muchos investigadores postdoctorales que emigran sufren consecuencias
emocionales propias del Síndrome de Ulises, manifestándose en un
agotamiento mental profundo y una sobrecarga afectiva. Aunque no se sepa a
ciencia cierta la magnitud del problema, algunos encuentros con investigadores
revelan experiencias angustiosas derivadas de la necesidad de emigrar. A esto
se le suman los problemas propios del trabajo en investigación, muchas veces
asociados al estrés, la presión y a las expectativas puestas en los investigadores.
En artículos previos he profundizado en algunos temas relacionados como la fuga de cerebros, el Día de la Mujer y la Niña en la Ciencia, la vocación científica y el currículum en la sombra, así como en el sesgo de supervivencia, la presión de “publicar o perecer” y el difícil equilibrio entre vida y trabajo. También he
hablado de la observación científica más allá de lo evidente, la resiliencia científica y la salud mental de quienes investigan. Todos estos temas confluyen
en una misma urgencia: reconocer que la ciencia no solo forja conocimiento,
sino también historias personales que piden ser escuchadas y comprendidas. Estas experiencias denotan fatiga cognitiva,
aislamiento emocional y una mente fragmentada, atrapada entre proyectos,
expectativas y hogares distantes. Al fin y al cabo, detrás de cada publicación
académica y beca conseguida, se oculta un precio emocional real: estrés
prolongado, pérdida de enfoque y una identidad en continuo tránsito.
Determinarlo no es patologizar, sino nombrar un malestar silenciado en muchos
pasillos universitarios.
Factores multiplicadores del estrés
Son distensiones emocionales que hablan de aislamiento, presión permanente y carga cognitiva: síntomas claros del Síndrome de Ulises en investigación.
Los investigadores que emigran enfrentan un terreno doblemente hostil, donde a las exigencias científicas se suman factores que agravan el malestar: la precariedad contractual, con vínculos laborales frágiles de dos a cuatro años; la ambigüedad de rol, que los sitúa en un limbo entre la formación y la consolidación profesional; el aislamiento cultural, al carecer de red social, idioma compartido o referentes comunes; la alta responsabilidad, que implica metas exigentes y una productividad constante; y un retorno incierto, donde ni quedarse garantiza estabilidad ni volver asegura una reintegración. Este cóctel se asemeja al que describía Achotegui en los duelos migratorios extremos: múltiples pérdidas simultáneas que superan la capacidad de adaptación y erosionan lentamente el bienestar emocional.Del silencio al acompañamiento: una tarea institucional pendiente
Reconocer el malestar es el primer paso para aliviarlo. Como subraya
Achotegui, no se trata de medicalizar el sufrimiento, sino de ofrecer acompañamiento
psicosocial que permita sostener a quienes atraviesan estos procesos. En el
entorno científico, esto podría traducirse en tutorías emocionales,
donde haya espacios seguros para el desahogo, la validación y la contención; en
la creación de redes de apoyo informales, como grupos de postdocs,
encuentros culturales o incluso “cervezas científicas” que faciliten la
pertenencia; en una formación psicoeducativa que incluya gestión del
estrés, habilidades sociales y cuidado mental; y, sobre todo, en una reflexión
institucional honesta, que no penalice a quienes deciden quedarse en su
país o volver tras una etapa en el extranjero. No se trata de patologizar la
movilidad académica, sino de re-humanizarla.
El Síndrome de Ulises nos da una herramienta para iluminar el dolor
invisible de quienes “triunfan” en el extranjero sin sentirse vivos. Sus
síntomas no son debilidad: son señales de desarraigo emocional crónico,
fruto de un modelo de movilidad que exige mucho y recompensa poco en lo
afectivo. Es hora de hablar de la migración académica como exilio suave,
de reivindicar el derecho a investigar con estabilidad emocional, y de
acompañar a quienes sostienen la ciencia con su esfuerzo y su vulnerabilidad.
El Síndrome de Ulises no suele aparecer en los manuales de carrera
científica, pero habita silenciosamente en quienes cruzan fronteras buscando
estabilidad, prestigio o simplemente continuar investigando. Aunque viajen con
visado, contrato y publicaciones, muchos investigadores que emigran viven una
forma de duelo migratorio crónico: dejan atrás su idioma, su red
afectiva, sus referentes culturales, y en el país de destino no terminan de
sentirse parte. La exigencia constante de productividad se suma a una sensación
de soledad, ansiedad y desarraigo que no siempre se nombra, pero que
erosiona por dentro. No se trata solo del cansancio lógico del esfuerzo, sino
de una forma de exilio emocional donde el hogar queda suspendido y la identidad
profesional se difumina entre informes, adaptaciones y becas a corto plazo. El
Síndrome de Ulises en ciencia no es excepción, es síntoma. Y habla de una
estructura que normaliza el desplazamiento sin reparar en sus efectos humanos.
Aunque hoy la ciencia se construya en red y se valoren los equipos
multidisciplinares, la carrera investigadora sigue siendo profundamente
individual. Cada quien empuja su línea, su proyecto, su currículum. Por eso
migramos: para encontrar un laboratorio que nos acoja, para sumar experiencias,
para reunir los méritos que exige el siguiente nivel. Cambiamos de grupo, de
país, de tema, no siempre por elección, sino por la lógica de un sistema que se
alimenta de movilidad, competencia y precariedad. No es algo que me haya
sucedido solo a mí. Hay trayectorias más afortunadas y otras más difíciles,
pero en casi todos los casos, ese tránsito solitario forma parte del guion. Lo
exige el sistema, no la vocación.
Esta publicación participa en el blog de narrativa científica Café Hypatia en su en su edición de julio de 2025 con el tema #PVsoledad
Comentarios
Publicar un comentario
Si deseas recibir más información sobre mi proyecto, tienes sugerencias o comentarios acerca del blog ¡no dudes en escribirme! estaré encantada de resolver todas tus dudas.