Películas con ciencia
Jurassic Park: la ciencia detrás de la ficción
Uno de los recursos más conocidos de la película es la idea de “completar” el ADN de dinosaurio con fragmentos de rana. En el laboratorio de Crichton, los científicos rellenan las secuencias dañadas del genoma con material anfibio, un parche genético tan ingenioso como inviable. En la realidad, la compatibilidad entre genomas es mínima: basta una mutación puntual en un gen regulador para alterar el desarrollo completo de un organismo. Aun así, la idea anticipa debates contemporáneos sobre biología sintética y edición genética, donde ya no se trata de recrear dinosaurios, sino de diseñar organismos nuevos a partir de secuencias artificiales.
Otro mecanismo de control del parque era el de crear únicamente ejemplares hembras. La medida se revela inútil cuando algunos dinosaurios cambian de sexo, un guiño a los anfibios que pueden hacerlo en condiciones de desequilibrio poblacional. Aunque el proceso genético concreto es improbable, la metáfora funciona: la vida, incluso manipulada, encuentra siempre un camino. Más curiosa aún es la llamada contingencia de la lisina, el supuesto fallo metabólico que haría a los dinosaurios dependientes de un suplemento externo para sobrevivir. En teoría, sin esa dosis regular de lisina suministrada por los humanos, los animales entrarían en coma y morirían. En la práctica, todos los vertebrados necesitan obtener lisina de su dieta: ningún animal puede sintetizarla. Es decir, el fallo de seguridad del parque era redundante. Sin embargo, como en otros detalles de la historia, la imprecisión científica no le resta valor simbólico. La lisina representa la ilusión de control, la idea de que la ciencia puede domesticar la naturaleza con una simple alteración molecular.
Las películas de Spielberg también transformaron la imagen pública de los dinosaurios. Los velociraptores, en realidad basados en el Deinonychus, se convirtieron en sinónimo de inteligencia y coordinación. El Tyrannosaurus rex recuperó su trono como depredador supremo, aunque su visión “basada en el movimiento” fue un capricho cinematográfico sin apoyo paleontológico. El Dilophosaurus, por su parte, adquirió un volante cervical y veneno escupido, atributos que no aparecen en ningún registro fósil. Aun así, ese dinamismo visual transmitió una idea esencial: los dinosaurios no eran reptiles torpes, sino animales activos, sociales y sorprendentes, mucho más próximos a las aves que a los lagartos.
En el fondo, Jurassic Park es menos una película sobre dinosaurios que sobre los límites del conocimiento. Ian Malcolm, el matemático del caos, encarna la conciencia crítica de la ciencia moderna: la incapacidad de prever las consecuencias de sistemas complejos cuando la ambición humana intenta controlarlos. Cada fallo del parque no es un error técnico, sino un recordatorio de que la biología, como la vida misma, no puede programarse del todo. Cuatro años después, The Lost World retomó la historia desde otra perspectiva. La Isla Sorna, convertida en laboratorio ecológico, mostraba dinosaurios que ya no necesitaban a los humanos para sobrevivir. Allí la trama se desplazaba de la genética a la ecología: selección natural, competencia, parentalidad. El cuidado de las crías por parte del Tyrannosaurus rex —
que en la película busca desesperadamente a su hijo— no era una licencia del todo arbitraria. Existen evidencias fósiles de nidos y comportamientos parentales en terópodos, lo que dota a esa secuencia de un inesperado realismo biológico. Ambas películas condensaron, a su manera, la fascinación y el temor hacia la biotecnología. Crichton no solo imaginó dinosaurios clonados; anticipó un dilema que hoy es tangible: la propiedad corporativa de la vida, el uso industrial de la genética, la frontera entre la creación científica y la explotación comercial. La gran pregunta que sobrevuela Jurassic Park no es si podríamos hacerlo, sino si deberíamos hacerlo.
Gattaca: la genética como destino
Si Jurassic
Park representaba el intento de controlar la vida desde la
biotecnología, Gattaca
llevó esa idea al nivel más íntimo: el genoma humano. Estrenada en 1997 y
dirigida por Andrew Niccol, la película plantea una sociedad en la que la
ingeniería genética se ha normalizado. Cada individuo nace con un perfil
genético diseñado para optimizar su salud, su inteligencia y su aspecto. La
ficción no necesita catástrofes ni monstruos. Su amenaza es más discreta: una
organización social construida sobre la aparente neutralidad de la ciencia. El
protagonista, Vincent Freeman, es un “no válido”, un hijo concebido sin
intervención médica en un mundo que solo confía en la genética. Su aspiración
de convertirse en astronauta choca con un sistema que clasifica a las personas
según el contenido de una muestra de sangre. En ese contexto, la voluntad
individual se convierte en el último elemento no programable. La película
funciona como una alegoría del determinismo biológico: la idea de que el ADN
define por completo quiénes somos.
La base científica de Gattaca era plausible para
su tiempo. Cuando se estrenó, el Proyecto Genoma Humano estaba en marcha y la
secuenciación del ADN era todavía lenta y costosa. Hoy, leer un genoma completo
es cuestión de horas, y las técnicas de edición genética, como CRISPR-Cas9, permiten
modificar secuencias con una precisión impensable en los noventa. La película
no se equivocó en la dirección de los avances, solo en su ritmo. Lo que
presentaba como futuro distante se ha convertido en parte del presente. El
concepto de discriminación genética —el genoísmo—
resume la tensión central del relato. En la sociedad de Gattaca, la desigualdad no
se basa en el origen social ni en la raza, sino en la calidad biológica. La
genética, concebida como herramienta de mejora y prevención, se convierte en un
sistema de exclusión. La pregunta que plantea la película no es si podemos diseñar
seres humanos más sanos o inteligentes, sino quién decide qué significa ser
mejor.
Desde el punto de vista científico, Gattaca muestra una
interpretación extrema del determinismo genético. La biología actual ofrece una
visión más matizada: los genes influyen, pero no determinan. Factores
epigenéticos y ambientales modulan la expresión génica, y la mayoría de los
rasgos humanos dependen de redes complejas, no de genes aislados. La herencia
no es un destino fijo, sino un conjunto de probabilidades en interacción
constante con el entorno. La relación entre Vincent y Jerome, el “válido” cuya identidad
adopta, subraya esa ambigüedad. Jerome posee un genoma perfecto pero carece de
propósito; Vincent tiene una genética mediocre y una voluntad inquebrantable.
La película invierte el sentido del mérito: la perfección genética se revela
inútil sin la motivación que da sentido a la vida. La biología, por sí sola, no
explica la conducta ni el destino. La estética fría y ordenada de Gattaca refuerza su mensaje.
Todo es simétrico, limpio y controlado, como si la pureza genética se hubiera
trasladado a la arquitectura y al comportamiento. En ese entorno sin margen
para el error, la imperfección se convierte en la única forma de libertad. La
película no celebra la rebeldía, sino la posibilidad de seguir siendo humano
cuando la biología se convierte en jerarquía.
El cine y la biología



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