Películas con ciencia


El cine ha sido, desde sus inicios, un laboratorio de ideas científicas. En sus imágenes se ensayan hipótesis, se proyectan descubrimientos y se exageran posibilidades que aún no existen. La ficción permite avanzar más rápido que la evidencia y, a veces, anticipa preguntas que la ciencia todavía no se ha formulado. No siempre acierta en los detalles, pero suele intuir con precisión el tipo de dilemas que acompañan al conocimiento. Entre las películas que mejor han explorado esa relación entre ciencia y ficción, Jurassic Park y Gattaca ocupan un lugar particular. La primera tradujo la genética molecular en espectáculo; la segunda, en advertencia. Ambas surgieron en la década de los noventa, cuando el entusiasmo por el progreso tecnológico convivía con el temor a sus consecuencias. Cada una, a su manera, propuso una reflexión sobre los límites de la biología y el deseo humano de controlar la vida.

Jurassic Park: la ciencia detrás de la ficción

Pocas películas han tenido tanto impacto en la percepción pública de la ciencia como Jurassic Park. Cuando se estrenó en 1993, la idea de recuperar ADN de dinosaurio atrapado en ámbar parecía casi verosímil. Michael Crichton, médico y escritor, había construido su argumento sobre la base de investigaciones reales de los años ochenta que afirmaban haber extraído ADN de insectos fosilizados. Aquel hallazgo hoy desacreditado sirvió de punto de partida para imaginar la resurrección de especies extinguidas durante millones de años. Hoy sabemos que tras unos cuantos millones de años, el ADN se degrada hasta volverse irreconocible. No hay manera de recuperar material genético utilizable de un fósil del Cretácico. Pero la hipótesis fue lo bastante estimulante como para inspirar un campo entero: la paleogenómica, que sí ha permitido reconstruir genomas de especies más recientes, como el mamut lanudo o el neandertal. En ese sentido, Jurassic Park no predijo el futuro, pero ayudó a imaginarlo.
Uno de los recursos más conocidos de la película es la idea de “completar” el ADN de dinosaurio con fragmentos de rana. En el laboratorio de Crichton, los científicos rellenan las secuencias dañadas del genoma con material anfibio, un parche genético tan ingenioso como inviable. En la realidad, la compatibilidad entre genomas es mínima: basta una mutación puntual en un gen regulador para alterar el desarrollo completo de un organismo. Aun así, la idea anticipa debates contemporáneos sobre biología sintética y edición genética, donde ya no se trata de recrear dinosaurios, sino de diseñar organismos nuevos a partir de secuencias artificiales.
Otro mecanismo de control del parque era el de crear únicamente ejemplares hembras. La medida se revela inútil cuando algunos dinosaurios cambian de sexo, un guiño a los anfibios que pueden hacerlo en condiciones de desequilibrio poblacional. Aunque el proceso genético concreto es improbable, la metáfora funciona: la vida, incluso manipulada, encuentra siempre un camino. Más curiosa aún es la llamada contingencia de la lisina, el supuesto fallo metabólico que haría a los dinosaurios dependientes de un suplemento externo para sobrevivir. En teoría, sin esa dosis regular de lisina suministrada por los humanos, los animales entrarían en coma y morirían. En la práctica, todos los vertebrados necesitan obtener lisina de su dieta: ningún animal puede sintetizarla. Es decir, el fallo de seguridad del parque era redundante. Sin embargo, como en otros detalles de la historia, la imprecisión científica no le resta valor simbólico. La lisina representa la ilusión de control, la idea de que la ciencia puede domesticar la naturaleza con una simple alteración molecular.
Las películas de Spielberg también transformaron la imagen pública de los dinosaurios. Los velociraptores, en realidad basados en el Deinonychus, se convirtieron en sinónimo de inteligencia y coordinación. El Tyrannosaurus rex recuperó su trono como depredador supremo, aunque su visión “basada en el movimiento” fue un capricho cinematográfico sin apoyo paleontológico. El Dilophosaurus, por su parte, adquirió un volante cervical y veneno escupido, atributos que no aparecen en ningún registro fósil. Aun así, ese dinamismo visual transmitió una idea esencial: los dinosaurios no eran reptiles torpes, sino animales activos, sociales y sorprendentes, mucho más próximos a las aves que a los lagartos.
En el fondo, Jurassic Park es menos una película sobre dinosaurios que sobre los límites del conocimiento. Ian Malcolm, el matemático del caos, encarna la conciencia crítica de la ciencia moderna: la incapacidad de prever las consecuencias de sistemas complejos cuando la ambición humana intenta controlarlos. Cada fallo del parque no es un error técnico, sino un recordatorio de que la biología, como la vida misma, no puede programarse del todo. Cuatro años después, The Lost World retomó la historia desde otra perspectiva. La Isla Sorna, convertida en laboratorio ecológico, mostraba dinosaurios que ya no necesitaban a los humanos para sobrevivir. Allí la trama se desplazaba de la genética a la ecología: selección natural, competencia, parentalidad. El cuidado de las crías por parte del Tyrannosaurus rex
que en la película busca desesperadamente a su hijo— no era una licencia del todo arbitraria. Existen evidencias fósiles de nidos y comportamientos parentales en terópodos, lo que dota a esa secuencia de un inesperado realismo biológico. Ambas películas condensaron, a su manera, la fascinación y el temor hacia la biotecnología. Crichton no solo imaginó dinosaurios clonados; anticipó un dilema que hoy es tangible: la propiedad corporativa de la vida, el uso industrial de la genética, la frontera entre la creación científica y la explotación comercial. La gran pregunta que sobrevuela Jurassic Park no es si podríamos hacerlo, sino si deberíamos hacerlo.

Gattaca: la genética como destino

Si Jurassic Park representaba el intento de controlar la vida desde la biotecnología, Gattaca llevó esa idea al nivel más íntimo: el genoma humano. Estrenada en 1997 y dirigida por Andrew Niccol, la película plantea una sociedad en la que la ingeniería genética se ha normalizado. Cada individuo nace con un perfil genético diseñado para optimizar su salud, su inteligencia y su aspecto. La ficción no necesita catástrofes ni monstruos. Su amenaza es más discreta: una organización social construida sobre la aparente neutralidad de la ciencia. El protagonista, Vincent Freeman, es un “no válido”, un hijo concebido sin intervención médica en un mundo que solo confía en la genética. Su aspiración de convertirse en astronauta choca con un sistema que clasifica a las personas según el contenido de una muestra de sangre. En ese contexto, la voluntad individual se convierte en el último elemento no programable. La película funciona como una alegoría del determinismo biológico: la idea de que el ADN define por completo quiénes somos.

La base científica de Gattaca era plausible para su tiempo. Cuando se estrenó, el Proyecto Genoma Humano estaba en marcha y la secuenciación del ADN era todavía lenta y costosa. Hoy, leer un genoma completo es cuestión de horas, y las técnicas de edición genética, como CRISPR-Cas9, permiten modificar secuencias con una precisión impensable en los noventa. La película no se equivocó en la dirección de los avances, solo en su ritmo. Lo que presentaba como futuro distante se ha convertido en parte del presente. El concepto de discriminación genética —el genoísmo— resume la tensión central del relato. En la sociedad de Gattaca, la desigualdad no se basa en el origen social ni en la raza, sino en la calidad biológica. La genética, concebida como herramienta de mejora y prevención, se convierte en un sistema de exclusión. La pregunta que plantea la película no es si podemos diseñar seres humanos más sanos o inteligentes, sino quién decide qué significa ser mejor.

Desde el punto de vista científico, Gattaca muestra una interpretación extrema del determinismo genético. La biología actual ofrece una visión más matizada: los genes influyen, pero no determinan. Factores epigenéticos y ambientales modulan la expresión génica, y la mayoría de los rasgos humanos dependen de redes complejas, no de genes aislados. La herencia no es un destino fijo, sino un conjunto de probabilidades en interacción constante con el entorno. La relación entre Vincent y Jerome, el “válido” cuya identidad adopta, subraya esa ambigüedad. Jerome posee un genoma perfecto pero carece de propósito; Vincent tiene una genética mediocre y una voluntad inquebrantable. La película invierte el sentido del mérito: la perfección genética se revela inútil sin la motivación que da sentido a la vida. La biología, por sí sola, no explica la conducta ni el destino. La estética fría y ordenada de Gattaca refuerza su mensaje. Todo es simétrico, limpio y controlado, como si la pureza genética se hubiera trasladado a la arquitectura y al comportamiento. En ese entorno sin margen para el error, la imperfección se convierte en la única forma de libertad. La película no celebra la rebeldía, sino la posibilidad de seguir siendo humano cuando la biología se convierte en jerarquía.


El cine y la biología

A diferencia de Jurassic Park, donde el caos natural pone a prueba la arrogancia tecnológica, Gattaca describe un colapso silencioso. La amenaza no procede del experimento fallido, sino del éxito absoluto de la ingeniería. En ambos casos, el mensaje es el mismo: el conocimiento sin reflexión genera una ilusión de control que termina volviéndose contra nosotros. El cine, al igual que la ciencia, actúa como un espejo. Amplifica nuestros logros, pero también nuestras debilidades. Las ficciones científicas más perdurables no son las que predicen el futuro con exactitud, sino las que revelan la fragilidad que acompaña a cada avance. Quizá por eso seguimos viéndolas con la misma mezcla de asombro y reconocimiento: porque en ellas no solo se proyecta la ciencia que somos capaces de crear, sino también la humanidad que aún tratamos de comprender.
Aunque eran historias muy distintas, Jurassic Park y Gattaca compartían algo: mostraban la ciencia en acción y sus consecuencias, tanto visibles como invisibles. La primera me gustó por la capacidad de la biología para crear mundos y resolver problemas complejos, por la forma en que un fragmento de ADN podía convertirse en el hilo de una historia que nos habla de ambición, control y la imprevisibilidad de la vida. La segunda me impresionó por su punto de vista sobre la genética, la determinación y la ética, recordándome que cada descubrimiento plantea preguntas que van más allá del laboratorio. Ver esas películas siendo pequeña no solo despertó mi interés por la biología, sino que me enseñó algo más: que la ciencia no es un conjunto de técnicas aisladas, sino un equilibrio entre lo que podemos hacer y lo que deberíamos hacer, entre el conocimiento y la responsabilidad. Creo que en estas películas encontré parte de mi propia vocación: un camino guiado por la curiosidad, pero consciente de sus límites y de su impacto en el mundo. En ese sentido, estas películas no fueron solo entretenimiento, fueron parte de la semilla que definió mi acercamiento a la ciencia.

Esta publicación participa en el blog de narrativa científica Café Hypatia en su edición de octubre de 2025 con el tema #PVdepelicula @hypatiacafe

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